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CRÓNICA | El viejo verde de Bogotá

por: Alejandro Cano

Este viejo verde ha custodiado la historia de Bogotá durante dos siglos. Cuando apenas era una plántula, soportó la sacudida del terremoto de 1805 que destruyó el 25% de la ciudad, y escuchó el grito de Independencia cuando Llorente no le prestó el florero a Luis de Rubio. Daba sus primeros frutos mientras se construía el Capitolio, la iglesia de Lourdes, el funicular de Monserrate, la Universidad Nacional y el primer tramo de alcantarillado. Fue atravesado por las frecuencias de radio de la primera emisora privada y por las porras de los hinchas del Millonarios Fútbol Club en su debut en El Campín en 1948. Su tronco empezó a pudrirse mientras sentía las ondas expansivas del carro bomba del atentado al Club el Nogal, de las granadas en el Palacio de Justicia y de los parlantes del primer Rock al Parque. Y su tronco empezó a sanar cada que el Jardín Botánico de Bogotá viene seguido a inyectarle una especie de Caltrate para árboles viejos que recupera la juventud que tenía hace 200 años.

La base de su tronco se puede abrazar con facilidad entre dos personas y su altura es de 22 metros, más bajo que algunos urapanes de 30 metros que lo acompañan a lo largo de la calle. El tronco principal se bifurca en dos a la altura del pecho, y abre un espacio en medio donde una pequeña y delgada planta de solo ocho hojas intenta crecer, pero no sobrevivirá mucho tiempo. En adelante, los dos troncos se dividen una y otra vez hasta formar su frondosa copa. Sus hojas tienen la forma que se espera que una hoja tenga; parecen ser la plantilla con la que los niños —o cualquier persona— dibujan las hojas de cualquier árbol. Su corteza es de color grisáceo oscuro y está llena de arrugas verticales que se entrecruzan, como si el agua lluvia que llega a la punta de las ramas tuviera sus propias cuencas para fluir hacia el suelo.

En el barrio El Nogal se alza este árbol que pasaría como cualquier otro de no ser por la cerca puntiaguda de acero que lo rodea, el pedestal de cemento que lo levanta del nivel normal de la calle, y la placa que lo categoriza como un ejemplar histórico: el árbol más viejo de Bogotá. Su nombre es Juglans neotropica, más conocido como nogal, como si el barrio le hubiese dedicado el nombre.

Este árbol tiene dos marcaciones en su tronco hechas con pintura: un número 80 de color blanco y mal pintado, y un 47 de color amarillo, pero el cuatro está sobre el siete. Ambos números corresponden a dos censos distintos que fueron hechos hace varias décadas. Las marcaciones de los árboles vecinos son muy distintas: son placas de metal relucientes, clavadas al tronco, con números de cinco o seis cifras y un mensaje que invita a cuidar la naturaleza. Tal como las cortas cédulas de las personas más viejas de Colombia, los números del nogal son de solo dos cifras, lo que podría significar que fue un censo a escala local. Los registros de por qué es un 80 y un 47 no existen, o están perdidos en la archivística distrital.

Detrás del árbol hay un lote privado, una casa cultural que lo cuida y que comparte su cercado para separarlo y aislarlo del resto de la ciudad. De frente, tiene la acera que llega recta, luego bordea el árbol, y después continúa recta. Como el bloque de tierra donde está sembrado el nogal está más elevado que el resto de la calle, la sección de la acera que lo bordea tiene escaleras. El transeúnte sube cuatro escalones, pasa al lado del árbol, y vuelve y baja para continuar en el nivel de la calle. Sin subir estos escalones, las personas no podrían leer el letrero sobre la tierra que indica que este árbol es distinto al resto. Naturalmente, dadas sus raíces largas, aleatorias y fuertes, el cemento de la acera está levantado, quebrado y discontinuo desde hace más de medio siglo, como muestran las fotografías antiguas de la zona.

Hoy está en ubicado en la calle 77, cerca de la carrera novena, de la Embajada Británica, de un edificio llamado Sequoia, y de la sede de Revista Semana, que jamás ha escrito sobre él.

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A las 6 de la mañana, cuando empieza a amanecer en Bogotá, el canto de las chicharras es reemplazado por el de los pájaros que salen de sus escondites y van a alimentarse. Su actividad es frenética, vuelan de un lado a otro con afán y exaltación, como si los frutos en descuento se fueran a acabar a las siete. Algunas personas pasan caminando o en vehículos, pero son muy pocas.

Las aves han acompañado a Juglans neotropica y a sus primos durante varias eras geológicas. Este nogal, y todos los árboles de su especie, hacen parte de la familia de las Juglandáceas. Esta familia, por desgracia del barrio, no tiene ciudadanía bogotana, ni nacionalidad colombiana, ni origen americano: sus primeros ejemplares surgieron en Asia, hace 56 millones de años, cuando India apenas estaba llegando a incorporarse al continente, la Antártida era un bosque tropical, y el Himalaya, los Pirineos, los Alpes y los Balcanes eran cerros. En ese momento, las aves eran los seres vivos dominantes sobre el resto.

Las poblaciones de los ancestros de este nogal, luego, de forma natural, se diversificaron y ampliaron hasta llegar a América atravesando el estrecho de Bering hace 23 millones de años. Las nuevas especies de nogal descendieron por el continente, nadaron a través del istmo de Panamá todavía sin formar, y llegaron a la calle 77 con novena. Al tiempo, proliferaban en el mundo las especies primitivas del rinoceronte, del gato, del camello, de los grandes simios, de las ballenas, de las focas y del caballo. Por las condiciones ambientales y ecológicas, Juglans neotropica fue la especie que vio en Colombia, Ecuador y Perú un paraíso donde decidiría instalarse.

Luego de esto, el nogal está involucrado en dos situaciones que no se esperaba. Primero, el árbol cuenta con el honor de ocupar la lámina 428 en el primer álbum de chocolatinas Jet. Y segundo, hoy está clasificada como una especie en peligro de extinción tras la muerte del 52 % de sus poblaciones por un evento que ni el oso de anteojos, ni el tití cabeciblanco, ni las ranas venenosas del Pacífico se esperaban: el Homo sapiens ‘colombianensis’ que apareció hace 20 mil años.

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Por la tarde es cuándo más personas pasan a su lado. En la madrugada y en la noche solo pasan caminando unas pocas personas que parecen entrando y saliendo de su trabajo. Como el barrio es tan antiguo como sus pobladores, la mayoría de transeúntes son ancianos que cuando nacieron y cuando mueran en pocos años, el árbol estaba y seguirá allí.

Pasan muchos viejos, todos encorvados de cargar con el peso con tantos años de vida. Por mera probabilidad estadística, alguno de estos viejos debió tener diabetes, una enfermedad que padecen cinco de cada 100 habitantes en Colombia. Lo que no sabe esta persona aleatoria, que caminó frente al árbol, y que por estadística es diabética, es que la corteza y las hojas de este nogal son utilizadas para hacer infusiones en medicina tradicional. Disminuyen problemas de diabetes, ayudan a tratar infecciones vaginales, gástricas y respiratorias, a combatir la candidiasis bucal y a cicatrizar heridas abiertas.

Pasa una mujer que se sabe lo vieja que es por las arrugas de su rostro, no por su cabello que no tiene una sola cana: todas las tiene teñidas de color cobre vibrante. Lo que ella no sabe, es que del nogal se extrae una sustancia llamada juglona, que es usada para tintes y colorantes de cabello y ropa, como las mechas californianas que luce o el kimono caoba que lleva puesto. Pasa también un anciano calvo que no sabe que esa misma sustancia puede estimularle el crecimiento de su pelo y taparle sus dos entradas que hoy le llegan hasta la nuca.

Pasan varias personas comiendo, pero ninguna recoge los frutos recién liberados del árbol, comestibles, saludables y nutritivos. El fruto del nogal reduce el colesterol que probablemente está muy alto en los ancianos que lo ignoran. Talvez, varios ancianos que caminaron al lado del árbol murieron de un ataque cardíaco sin saber que esta nuez disminuye la probabilidad de sufrir uno. Si tan solo hubieran recogido los frutos y preparado una trufa con licor y granola, o un turrón duro de nogal con quinoa, o una torta de chocolate, de banano, o de zanahoria con trozos de nuez de nogal. Talvez hubieran prevenido su infarto y estarían vivos como el árbol.

El fruto tiene el tamaño de una pelota de ping pong. La mayor parte de su estructura es la nuez rugosa y marrón que se esconde en el centro tras una delgada capa de pulpa y cáscara verdes que desaparecen tras la pudrición. Una nuez partida a la mitad, por dentro, se ve idéntico a la punta de la nariz de un elefante. Este fruto era muy utilizado para pigmentarse la piel o pintar cerámica por los muiscas, que adoraban los nogales como a un dios. Donde hoy los ancianos caminan con desinterés por el árbol, hace siglos el pueblo muisca hacía peregrinaciones. Por miles de años, el nogal fue un invitado de honor en las ceremonias religiosas de los pueblos indígenas amerindios que habitaban en la sabana de Bogotá y que agradecían e imploraban sus ofrendas vegetales. Luego, los colonizadores españoles impusieron el cristianismo y mataron a los otros dioses, incluyendo los de los muiscas, con la orden de derribar todo árbol parecido a un nogal desde Bogotá hasta Tunja. Siglos más tarde, los individuos restantes eran talados para utilizar su madera en vías férreas, en construcción de vigas y postes, en ebanistería, en contrachapados y en violines, arpas y guitarras. Los nogales que están hoy erguidos en la ciudad son los sobrevivientes de estos exterminios.

De todos los transeúntes que pasaron, solo un anciano se detiene a leer el sucio letrero a 30 centímetros del suelo que resalta este árbol como patrimonio de Bogotá. Como es un viejo encorvado, no necesita agacharse. Dos personas pasan a su lado, lo miran de reojo y siguen caminando. El hombre interesado se queda leyendo por pocos segundos, los suficientes para completar toda la información del letrero, y sin ningún gesto en su rostro, sigue su camino por la acera. Ni siquiera mira hacia arriba. Ni siquiera mira al árbol que retrataba lo que leyó.

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A las 6 de la tarde, cuando empieza a anochecer en Bogotá, los operarios del Jardín Botánico están terminando con éxito la cirugía a la que fue sometido el árbol. Durante un procedimiento que duró cinco horas y fue ejecutado por 6 personas, intervinieron las entrañas y las ramas altas para postergar su muerte.

El equipo se viste con overoles y gorros de pescador verdes, excepto un operario, que tiene casco. Esta persona es la encargada de ubicar un cono naranja en medio de la calle y de instalar allí una máquina enorme, similar a la plataforma que usan los bomberos para llegar a grandes alturas, pero en la base no tiene un camión, sino cuatro patas fijas al suelo. Él subirá en este brazo mecánico para alcanzar las ramas más altas y, con una espátula, empezará a raspar la corteza para quitar las costras podridas y los hongos indeseados que debilitan su estructura. Mientras tanto, en el suelo, otros operarios manipulan jeringas, tubos, recipientes y muchos litros de líquidos transparentes. Con las jeringas y los tubos trasladan líquidos entre recipientes rudimentarios, hechos de botellas de plástico cortadas a la mitad, y llenan bolsas de enemas de fungicidas y hormonas cicatrizantes. Los operarios canalizan al paciente en varios puntos del tronco: cuelgan los enemas con sus tubos por donde sale el químico, y los insertan en agujeros abiertos, no con agujas cual brazo humano, sino con taladros.

Otro de los operarios es el encargado de meterse en la mera alma del tronco. Con taladros y palancas remueve un trozo de corteza que resulta ser una puerta por donde cabe esta persona. Este árbol es hueco por dentro. Está vacío. No es un tronco macizo y denso, sino un tubo gigante lleno de aire. El operario coloca la puerta de corteza a un lado, ingresa a la madriguera gigante y comienza su labor. Con guantes gruesos y trabajo manual, pasa casi una hora sacando todos los trozos descompuestos y húmedos que los hongos ya pudrieron; los lanza fuera del árbol y se forma una pila de tejido muerto similar a un montón de aserrín mojado. Luego, se instala un papel negro y se rocían más químicos que recubren e impermeabilizan el interior del árbol. El operario termina de limpiar, sale del hueco y lo cierra, clavando la puerta de madera de la forma más orgánica posible. Con la precisión de un cirujano, esta persona no deja cicatriz a la vista. Es casi imposible determinar dónde está la entrada a este agujero.

Esta cirugía es anual. Cada víspera de navidad se repite el mismo proceso de perforar, inyectar, operar, suturar, sanar, postergar. Así, hasta que ya no quede más tronco podrido por raspar.

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Llega la noche en Bogotá. Este nogal no es lo suficientemente alto para que palomas, copetones o mirlas duerman sobre él. Estas aves necesitan un lugar más oculto para descansar. Algunos murciélagos vuelan a su alrededor y buscan alimento; como el fruto es muy poco carnoso y con una dura nuez en el centro, casi ningún animal se atreve a usarlo de cena, pero, con suerte, lograrán atrapar polillas que tienen mucha más carne que un zancudo o que el fruto del nogal. Las chicharras aportan el ambiente sonoro al sitio; son pocas las que cantan, a veces hacen duetos o cuartetos, pero nunca una orquesta. Las ratas también pasan cerca al árbol, pero lo ignoran como un peatón más. Vehículos hay muy pocos. Aún en el frío y oscuridad, el nogal sigue siendo un moribundo hogar rodeado de lúcida y fresca vida.

Durante la noche, el árbol asimila los medicamentos. Los reparte lentamente por todo su cuerpo vegetal hasta llegar a las células de la hoja más alta y a la punta de la raíz más profunda. Espera retrasar más lo inevitable. Hoy suma un día más a los 70 mil que lleva vivo en tierra y en la memoria de los interesados, pero un día más de vida es un día menos de vida.

La postergación del olvido es aclamada e intentar mantenerse en la memoria del resto es un fin. Aquel que logre existir por más tiempo en palabras o en recuerdos es más virtuoso. Aplaudimos la naturaleza que lleva más tiempo existiendo y que hoy es recordada, pues no se le dan Guinness Records a los intermedios, pero sí a insignificancias que hayan logrado perdurar en el tiempo. El nombre propio de persona más antiguo es el de un rey egipcio que vivió antes del 3050 a.C.; es representado por el jeroglífico de un escorpión y se ha sugerido que debería leerse como Sekhen. El vómito fosilizado más antiguo fue de un ictiosaurio, un reptil marino al que le cayó pesado un pez primitivo hace 160 millones de años. La bandera nacional en uso más antigua es la de Dinamarca. El divorciado más viejo fue Harry Bidwell que reinició su soltería a los 101 años de edad. Y el árbol más viejo del mundo es un abeto noruego de solo cuatro metros de altura en Suecia. Este árbol ha estado creciendo durante 9.550 años.

El nogal de la carrera novena con 77 apenas tiene dos siglos de vida. Incluso, por falta de certeza técnica, hay una probabilidad de que este no sea el árbol más viejo de Bogotá, y que en realidad los más ancianos podrían ser los de la Quinta de Bolívar, los olivos del Parque Nacional, los cipreses del Externado y los Andes, o las palmas de cera del Parque de la Independencia. El único Guinness Record que este nogal está pronto a romper es el del árbol más subestimado por los residentes del barrio. Aunque tampoco se gane este premio, el árbol seguirá erguido por muchos años más. Para subir agua hasta las hojas o bajar frutos hasta el suelo, no es necesario el reconocimiento de un libro de récords ni de los transeúntes que pasan a su lado. La persona más vieja del mundo fue Johanna Mazibuko, una sudafricana que murió a los 129 años de edad; sin embargo, ella nunca fue reconocida por el libro Guinness sino hasta el día de su muerte. Ese honor robado estuvo sobre otra mujer 13 años menor.

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